Los treinta y tres años pueden ser considerados una edad maravillosa para casi todo lo que se nos pueda ocurrir, excepto para escuchar que se tiene un cáncer. Aunque realmente ninguna edad es buena para recibir esta noticia, cuanto más joven es a quien va dirigida, más se nos revuelve algo por dentro en forma de sentimientos de incredulidad, temor, injusticia, enfado, tristeza, y cuantas más sensaciones quepan en un alma zarandeada de golpe por ese terrible diagnóstico que parece siempre reciben los demás, que nunca nos va a tocar a nosotros.
Y de repente, nos vemos metidos a fuerza de términos tales como carcinoma, ductal, infiltrante, estadios, quimio y radioterapia… en ese grupo, que hasta entonces habíamos denominado como “los otros”. Y empieza el periplo que todos ya sabemos, o imaginamos, para pasar por ese calvario, esa enfermedad dentro de la enfermedad, que hoy en día es inevitablemente necesario recorrer para salir victoriosos de ella.
Así, con la distancia que imponen los quince años ya transcurridos desde aquel fatal diagnóstico, me veo con ánimo para relatar (ahora sí) cómo recuerdo ese año en el que dos amigas jóvenes pasaron por él: una como paciente, otra como… pues eso, como amiga. Y digo ahora sí, porque el tiempo ya ha hecho su efecto sanador, ese bálsamo que solo él sabe pasar por las heridas, dejándolas cicatrizadas en forma de suturas en el alma. Siguen ahí, sí, como recuerdo de cuánto dolieron en su día, pero ahora, mirando atrás, lo primero que curiosamente viene a mi cabeza son flashes de aprendizajes, de superación, de silencios cómplices… ¡de risas! Sí, risas compartidas a carcajadas, como únicamente pueden hacerlo dos amigas que se entienden con solo mirarse. Y de cafés. Muchos cafés.
¿La cara B? Pues también existió, por supuesto, días oscuros, en todas sus tonalidades, desde un gris pasable hasta otro casi negro. Pero el tiempo tiene ese inmenso poder para hacer que mis recuerdos más nítidos correspondan a los que voy a describir, en aquel lejano ya mes de agosto.
Agosto en una ciudad de interior del sur de España como es Badajoz, hace que, entre todas las horas posibles para recibir una radioterapia diaria, las 16:00h pueda estar entre las peores (en realidad, cualquiera entre la horquilla 16:00h-19:00h podría considerarse pésima para todo lo que no sea estar en una piscina o al resguardo de un buen aire acondicionado). Pero como no era cuestión de escoger, ni por supuesto de no ir, allí que estábamos aguantando estoicamente los más de cuarenta grados a la sombra, que sumaban un plus de tórrida incomodidad al que ya suponía el propio tratamiento y la dichosa peluca.
Breves como son las sesiones, para no perder el viaje de haber salido de casa a semejante hora, con toda la parafernalia de arreglarse que ello suponía, aprovechábamos la salida para tomar un café (con hielo, por supuesto) en una terraza cercana al hospital, donde éramos las únicas y estoicas usuarias, ya que a esas horas pacenses no hay aire acondicionado de exteriores que logre bajar la sensación térmica a unos grados compatibles con el confort. Pero allí estábamos nosotras, día tras día después de la radioterapia, tan ilusionadas como si aquella fuese la mejor terraza chill out de una maravillosa ciudad costera, las vistas con la avenida que teníamos frente a nosotras, las de las olas del mar rompiendo en la orilla, el aire del enorme aparato portátil que presidía la terraza, y que tan amablemente orientaba hacia nosotras el camarero nada más vernos, fuese en realidad la brisa marina, y los aguados cafés, unos cócteles de esos playeros con sombrilla y pajita, que preparan con tanto boato como ingredientes, en la barra de cualquier chiringuito que se precie.
Y así, saboreando el momento, hablábamos de todo, reflexionábamos, expresábamos miedos y esperanzas, reíamos y callábamos contemplando nuestras vistas, la reales y las imaginarias, mientras nos relamíamos con aquellos revitalizantes cafés (descafeinado una, con toda su cafeína la otra), en las soporíferas horas de la siesta estival.
El día que acabaron las sesiones de radioterapia, y nos sentamos como otras tantas veces anteriores en nuestra mesa de siempre, llegó el camarero que nos conocía de todas aquellas tardes de fiel y puntual cita, para afirmar más que preguntar:
-Lo de siempre, ¿verdad?
Mi amiga y yo nos miramos cómplice y pícaramente por encima de nuestras gafas de sol, y nos dirigimos a él para responderle casi al unísono:
-No, hoy queremos un café con hielo y… con un chorrito de Baileys - desobedeciendo así, por aquella merecida y única vez, los consejos de no tomar alcohol durante el tratamiento.
El cáncer ya se había llevado muchas oportunidades ese año, pero también nos dejó otras tantas, en forma de un verano atípico, con sus déficits de viajes, sol y playa. Nos brindó una forma de disfrutarlo como hasta entonces no lo conocíamos: saboreando el momento, las circunstancias, la compañía y el tiempo, fueran estos los que fueran… En definitiva, saboreando la vida en cualquier situación.
Hace bastantes años, alguien me dijo que nuestro cerebro tiene un mecanismo de defensa que hace que, en un plazo suficiente, olvidemos detalles desagradables y tristes de nuestras vidas para dar paso a aquellos que, aunque en su momento pudieran parecer insignificantes, con los años adquieren la dimensión e importancia que les corresponden. Y que en su día tuvieron, aunque entonces no supiéramos apreciarlos. Algo así como ese tan trillado dicho de “el tiempo lo pone todo en su sitio”.
Pues bien, quince años después, he de darle las gracias a mi mente por haber hecho tan bien su trabajo, puesto que al echar la vista atrás sobre este largo proceso vivido, lo primero que recuerdo son esos maravillosos cafés. Y entre todos ellos, especialmente el último. O mejor dicho, nuestro penúltimo, siempre nuestro penúltimo, café con hielo.
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