Por Carmen Matías Romero.
Geóloga y Profesora de Educación Secundaria.
Voluntaria y Activista de Badajoz Ciudad Compasiva.
Nadie dijo que fuera fácil hablar de enfermedad, dolor y sufrimiento, menos aún en una cultura occidental hedonista que sueña con alcanzar la eterna juventud, en una sociedad de seres felices y exitosos, que se muestran siempre positivos y se sienten inmortales. Hablar de vulnerabilidad, dependencia, pérdida de capacidades físicas y mentales no está de moda, la muerte es evitada a toda costa y escondida.
Vivimos con la falsa seguridad de que la medicina y la ciencia pueden con todo, creemos que somos intocables. La muerte nos rodea, pero vivimos como si fuera algo que no va a sucedernos nunca y cuando se nos acerca por alguna circunstancia, tratamos de quitárnosla de encima cuanto antes, solo decimos su nombre cuando ya no es posible seguir mirando hacia otro lado y entonces lo hacemos de forma rápida, porque ya queda poco tiempo para conversaciones. Habitualmente de este tema no se habla, no vaya a ser que se materialice y se haga presente.
En este escenario es casi imposible que resulte atractiva una invitación para tomar un café y hablar de la muerte con un grupo de desconocidos. La propuesta parece una broma de algún nuevo programa televisivo que estuviera captando una cámara oculta y que, de repente, alguien nos fuera a colgar el cartel de “inocente” por la espalda.
Cuando te planteas asistir a uno de estos encuentros, o le pides a algún amigo o familiar que te acompañe, la primera reacción no es nada positiva. “Reunirse con gente desconocida para hablar de ese tema es absurdo, morboso y siniestro” te responden. “No seas gafe”, “no me gusta hablar de eso que trae mala suerte”, “ahora no voy a pensar en esas cosas” o “vamos a cambiar de conversación que me deprimo” son algunas de la respuestas habituales, como si por hablar de ello fuéramos a morir antes, pero en realidad no somos capaces de hablar porque nos da miedo y no somos conscientes de que este estado de ánimo nos bloquea la capacidad de vivir bien.
Sin embargo, asistir a un Death cafe es una experiencia sin duda enriquecedora, a medida que se va desarrollando la sesión, de unos 90 minutos de duración, la gente empieza a hablar de sus vivencias y opiniones, los miedos van desapareciendo, cada uno se muestra como es y la conversación fluye de forma natural, aunque pueda parecer extraño entre personas que no se conocen de nada, que son tan diferentes; gente de distintas edades, profesiones, sexo, creencias religiosas y nacionalidades forman un grupo singular que poco a poco va conectando con sensibilidad, con empatía, con afecto, con respeto… y no se termina la reunión resolviendo todos los misterios, pero sí diluyendo algunos miedos. Es fácil comprobar que, para la mayoría de los asistentes, hablar de estos temas resulta una actividad muy saludable, que ayuda a aliviar muchos temores y desmonta el tabú que la sociedad ha impuesto a este hecho ineludible.
Al acabar siempre he salido reconfortada, llena de energía y con un profundo agradecimiento por las herramientas adquiridas para afrontar los momentos duros (que sin duda a todos nos llegan), satisfecha por las estrategias aprendidas para abordar la muerte desde la vida, desde este momento actual en el que aún conservo la salud y puedo pensar con calma la forma de organizar ese final al que todos los seres vivos llegamos, convencida de que se puede morir en paz (entendiendo que una muerte en paz es aquella que consigue aliviar el sufrimiento de la persona, sea de la índole que sea) y con la certeza de que la compasión y la humanidad son posibles si se cultivan. Considero que sólo normalizando este tema se pueden abordar los pasos para facilitar el tránsito, por ejemplo, planteándome si quiero morir en casa o en un hospital, dejando constancia de lo que es importante para mí al final y que mi familia lo sepa, cosas como poder despedirme de mis seres queridos, ser escuchada y que no se alargue inútilmente el proceso de enfermedad.
La muerte necesita ser nombrada, no como un gesto morboso ni como parte del duelo por quien murió, sino para incorporarla a nuestra vida y planificar nuestro propio final. En mi opinión, la persona que va a dejar la vida se convierte en un maestro sin saberlo, alguien que nos proporciona una lección impagable y que puede dejar un gran legado a los que quedan. Me gustaría por tanto, que estas palabras fueran también de recuerdo y agradecimiento a Laura Martín, a la que conocí en el Death Café de noviembre del 2022. Laura nos hizo un enorme regalo a los que estuvimos cerca en los últimos meses, su forma de conectar con su esencia, de escucharse, de transformarse mediante la aceptación de su realidad y de completar de manera consciente y organizada su propio final, ha sido un gran ejemplo de cómo es posible encontrar el sentido a una experiencia de dolor y sufrimiento.
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