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Estando contigo. Diario de una voluntaria por Isabel Cárdenas

Capítulo 5



Mientras enfilábamos el largo camino que conducía a la puerta de la residencia, le iba contando a Eloísa con una velocidad oral incompatible con el entendimiento y, mucho menos, con las sabias lecciones aprendidas en mis ya varios talleres de escucha activa y conversación pausada, mis explicaciones del porqué de mis quince minutos de retraso al ir a recogerla. Mi paciente y comprensiva amiga, aplicaba la escucha “como puedo” conmigo, y trataba de quitar importancia a mi tardanza intentado meter alguna cuña en mi acelerado monólogo para que no me preocupase más por haber llegado tarde.


-…y claro, mientras he terminado la reunión online que tenía, he llevado a mi hijo al oftalmólogo, he pasado por la farmacia para comprarle el colirio y después…


Callándome por fin unos segundos, para prestar atención al sonido que nos llegada desde las ventanas de la residencia, le pregunté:


- Eehhh… ¿Oyes eso? Parece música, ¿no?


-¡Anda! ¡Creo que hoy tenemos una fiesta! -exclamó Eloísa, entusiasmada.


-¿En serio? ¿Un lunes? -añadí esa tan inútil apreciación cuando se trata de una residencia de ancianos (y si me apuran, en cualquier otro ámbito), si lo que se pretende es buscar un buen día para celebrar algo con música.


Con el sonido cada vez a mayor volumen a medida que nos acercábamos a la puerta, preguntamos en recepción qué se celebraba aquella tarde. Nos explicaron que había una orquesta tocando en vivo en la cafetería. Parece ser que antes de la pandemia solía ser habitual pero, desde aquel fatídico marzo del 2020, no había vuelto a celebrarse una tarde con música en directo, hasta aquel preciso día. Así que estaban los abuelos de enhorabuena disfrutando de lo lindo con canciones de esas atemporales, que todos reconocemos (al menos hasta ahora, reggaetón mediante…).


Pero no, no estaban todos los abuelos. Cuando fueron a buscar Francisco para pasar nuestra acostumbrada tarde de lunes juntos, nos sorprendió que no hubiese bajado ya en la cafetería, dado el retraso con el que habíamos llegado. Así, cuando lo vimos salir del ascensor, sonriendo como siempre en su silla de ruedas, además de disculparme por nuestra impuntualidad, le reñí por no encontrarse ya abajo, disfrutando del espectáculo.


-¡Pero bueno, Francisco! ¿Cómo es que no estás en el salón, con lo animado que está hoy? Y discúlpanos, por favor… La culpa ha sido mía, que me he retrasado porque tenía que…


Y él, con sus amables ojos chispeando de alegría, nos contaba lo que ya nos había dicho la recepcionista, mientras hacíamos el trayecto por el pasillo con la música cada vez más alta hasta llegar a la abarrotada sala, donde reinaba un ambiente festivo y alegre al son de la melodiosa y potente voz de un cantante que hacía además las veces de animador de la velada.


Así que aquella tarde de lunes sustituimos nuestra sagrada partida de dominó por un rato mucho más movido y musical, mientras bailábamos de cintura para arriba desde nuestra mesa de siempre, animando a Francisco a hacer lo mismo, y mientras observábamos a quienes se lanzaban a la pista de baile para seguir el ritmo con todo el entusiasmo que desprende quien ha estado mucho tiempo, demasiado, esperando un espectáculo de este tipo. Y de repente, todas las prisas acumuladas a lo largo de aquel día, se desinflaron hasta quedar relegadas a no sé qué lugar de mi mente, desde donde no se volvieron a asomar.


Tarareando canciones por todos conocidas, miraba embelesada a la pareja formada por Elena y Margarita, madre e hija que, con escasos veinte años de diferencia entre ambas, era difícil aventurarse a decir quién era quién, dado que además de un cutis maravilloso, compartían unas ganas y sentido rítmico, que ya quisieran muchos jóvenes de esos que nunca faltan acodados en la barra de cualquier discoteca.


O cómo disfrutaba Raquel, niña con síndrome de Down que, con una edad estimada entre los cuarenta y setenta años, tenía ganado con aquella incógnita referente a su edad, que celosamente guardaba, el apelativo de niña que tanto le gustaba oír de sí misma. Y, por supuesto, Celestino y Mª del Carmen, pareja surgida en la propia residencia, donde ya llevaban conviviendo más de una década. Viudos ambos, ochenta y tantos para ella y noventa y muchos para él, he de reconocer que me conquistaron desde el mismo día que los conocí y compartieron su historia con nosotros. Con una elegancia innata, que iba mucho más allá de sus impecables atuendos, sombrero de fieltro incluido para él y cuidado maquillaje y accesorios para ella, los vimos siempre aparecer juntos por la cafetería durante el tiempo que estuvimos yendo a la residencia. Y cada tarde, se acercaban para saludarnos a la mesa que compartíamos con Francisco. Presumían el uno del otro como dos quinceañeros, se elogiaban, contaban cómo se habían conocido e iniciado una relación en el otoño de sus vidas, cuando ya creían que lo tenían todo hecho, como ellos mismos decían.


-Y no, hija - me confesaba ella, mirándome fijamente a los ojos con los suyos perfectamente maquillados - Mientras hay vida, siempre se puede hacer algo más.


-Vida, salud y amor -añadía él, con la sonrisa más dulce del mundo.


Contemplándolos mientras sonaba de fondo la famosa canción “Estando contigo, me siento feliz”, de Marisol, algo se nos enternecía a todos en el alma al ver cómo él, que apenas podía deslizar un poco los pies por la improvisada pista, le cantaba el estribillo a ella, mirándola fijamente. Y sonreían. Y bailaban. Irradiaban felicidad.


Cuando terminó el baile, se acercaron a nuestra mesa para comentarnos lo bien que lo habían pasado. Celestino se excusó:


-Ay, hija… ya no puedo moverme como lo hacía antes. Pero te aseguro que era un excelente bailarín.


-Lo ha hecho usted maravillosamente, Celestino. Tienen mucha suerte de poder bailar juntos -les dije, en un sentido mucho más amplio del verbo, que creo ellos entendieron a la perfección.


Francisco disfrutó como nunca. Incluso su imperdonable partida de dominó pasó aquel día a un, no segundo, sino inexistente plano puesto que no llegamos a sacar las fichas de su caja. Reímos, cantamos, tarareamos y bailamos todo lo que se puede bailar de cintura para arriba. Eloísa nos deleitó incluso con unos maravillosos pasos de… ¿tango? Bueno, con unos pasos. Y una jovencísima auxiliar se atrevió a darle un par de meneos a Francisco con la silla, demostrándonos así que su agilidad en el uso de la misma dejaba la nuestra a la altura del betún. Y Francisco reía, y reía y reía.

Llegada la hora de finalizar la visita, nos despedimos de él hasta el próximo lunes.


-¿Ves, Francisco, qué buen rato hemos pasado? ¡Y tú no querías bajar! -le “regañaba” yo, puesto que en un principio nos había comentado que no le apetecía estar hoy en el baile- ¿Es que acaso no te lo has pasado bien?

-Sí, claro -respondía él, con indiscutible sinceridad.

-¿Entonces? ¿Por qué no querías venir? - le insistí, por si tuviera algún motivo que se me escapase. Y entonces, me dio la explicación que sólo puede nacer de alguien con quien ya existe un vínculo especial, y que a Eloísa y a mí nos llegó al alma.

-Porque creí que no ibais a venir hoy.


La impuntualidad en forma de quince minutos de retraso me golpeó con esa frase de la forma más culpable que yo misma pude achacarme. Lo miré con ternura, la misma que él me dedicaba, y ya esperando a que llegara la auxiliar para acompañarle en el ascensor, no pude menos que recrearme en la tarde tan maravillosa que habíamos pasado, las caras de felicidad que habíamos visto y las prisas aparcadas por un rato, junto con mi coche, en la puerta de la residencia.


Hoy Francisco, contigo ya mirándonos desde allá arriba, quiero darte las gracias por las tardes que me ayudaste a parar, mirar y escuchar. Y decirte que, como en el emotivo baile de aquella pareja de ancianos, en aquella inolvidable tarde: “Estando contigo, me he sentido feliz”.



En memoria de Francisco. Besos al cielo.



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