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Diario de una voluntaria. Sopa de arroz

Por Isabel Cárdenas


La siguiente vez que acompañamos Eloísa y yo a nuestra primera paciente juntas, Chelo, a la cual habíamos conocido una semana antes, esta no se encontraba tan despierta como aquel primer día. Así, tras anunciarle que estábamos allí para pasar de nuevo la tarde con ella, se sumió en un sueño que fue casi continuo durante todo el tiempo que permanecimos a su lado. Aproveché ese momento para preguntarle a mi compañera cuantas dudas e inquietudes tenía con respecto a este voluntariado, escuchándola con mucha atención para seguir aprendiendo de ella.

Pasamos un rato cuchicheando, hablando muy bajito para no molestar a la paciente, hasta que vinieron sendas auxiliares a despertarla para tomar su medicación y para preguntarle sus preferencias por la comida. Escasos minutos estos, que aprovechamos ambas para dirigirnos a Chelo, si bien no era un día muy propicio para charlar con ella. Pero fue la segunda auxiliar, la que venía a preguntarle por la comida, quien llamó mi atención. Colocándose a los pies de la cama le preguntó si quería comer arroz, a lo que Chelo le respondió con un contundente no, dejando así claro que el arroz no estaba entre sus preferencias. Le preguntó entonces qué quería tomar como primer plato. Viendo que Chelo no acababa de responder, le sugirió elevando la voz:

-¿Quieres una crema, Mª Consuelo? Chelo, respondió afirmativamente con la cabeza. -¿Y de qué la quieres? Ante esa pregunta, nuestra paciente volvió a quedarse en blanco. -¿De arroz?

Viendo que a la auxiliar no le había quedado claro que a Chelo no le gustaba, como tampoco parecía saber que nadie la llamaba Mª Consuelo, decidí intervenir para ayudarla.

-¿De calabacín, Chelo, te gustaría?

Ella asintió con la cabeza, mirándome. Yo me dirigí a la auxiliar observando los papeles que traía en una carpeta, en la cual iba anotando:

-¿Hay puré de calabacín?

-Sí, sí que hay. Lo anoto. ¿Y de segundo? ¿Quieres carne? Ah, no... -rectificó enseguida - que no puedes masticarla - y volviendo de nuevo a sus papeles buscando otra opción, que no pareció encontrar, añadió- ¡Pues dime tú qué quieres, Mª Consuelo! ¿Una tortilla francesa?

Chelo volvió a responder que no.

-¡Vaya! Si es que no me lo pones fácil, entre que no te gusta nada y que no puedes masticar...

-¿Y pescado? Eso es de fácil masticación -intervine de nuevo. Y volviéndome hacia Chelo, le pregunté- ¿Te gusta el pescado, Chelo?

Ella respondió afirmativamente, pero la auxiliar se opuso argumentado que lo había comido el día anterior.

-Bueno, y qué más da - contesté - Hoy habrá otro distinto, ¿no? Si le gusta y lo toma bien... Además, está muy rico ¿verdad, Chelo? - y me dirigí a ella, guiñándole un ojo en tono cómplice.

-Pues vale: para comer puré de calabacín y pescado. Y para cenar... -y continuando la auxiliar con la vista inclinada hacia sus apuntes, sugirió sin levantarla- sopa y queso fresco. ¿Está bien?

Eloísa y yo miramos a Chelo, que asintió con la cabeza. Antes de que la trabajadora abandonara la habitación, me dirigí a ella para preguntarle:

-No sabía que se pudiera elegir la comida en el hospital.

-Bueno -me explicó- antes se hacía con todos los pacientes para que no sobrara tanta, por si alguno le tocaba algo que no le gustaba. Ahora realmente solo se hace con los que están más “delicados”.

Cuando nos quedamos a solas mi compañera y yo, Eloísa me corroboró como cocinera que había sido durante catorce años en una clínica privada, que también ella había ido a las habitaciones para preguntar por sus preferencias a los pacientes.

-Claro que yo lo hacía de otra forma... Yo iba y les contaba: hoy me han salido unas patatas con carne para chuparse los dedos ¿quiere usted probarlas? O bien: la sopa de hoy está de escándalo, le he puesto tres pollos, mucha verdura, cocida a fuego lento... Y claro, así se lo presentabas de otra manera, de una forma más...

-...humana, Eloísa. De una forma humana y empática -terminé su frase.

-Pues mira, sí -reconoció ella, asintiendo ante unas cualidades que lleva impregnadas en todo su ser- Una vez, era Navidad cuando subí ya muy tarde después de la cena, y vi que una paciente en cuidados paliativos no había tomado nada de la bandeja. Le pregunté si no tenía ganas de comer, y me dijo que lo único que le apetecía era una sopa de arroz, pero como no había esa noche... -paró unos segundos para mirar a Chelo que había vuelto a dormirse, como para asegurarse que no la oía- ¿Pues sabes qué hicimos una compañera y yo? Bajamos de nuevo a la cocina donde ya estaba todo casi recogido y le hicimos una sopa de arroz. Aquel día terminamos algo más tarde de trabajar, pero nos dio igual. La cara de sorpresa y alegría cuando le subimos a aquella señora la sopa de arroz que no se esperaba, no tiene precio. Ni recompensa mayor tuvimos nosotras con haberla visto -nuevo silencio tras un largo suspiro- Murió unos días después, en plenas Navidades, pero a mí me quedó la satisfacción de que aquella noche cenó lo que le apetecía tomar.

Instintivamente, dirigí yo también la mirada a Chelo, que había elegido su cena con nuestra ayuda. Y es que cuando se está en un hospital, las horas de las comidas son de los pocos momentos referentes, sino los únicos, que se tienen para estructurar un día, para poner un poco de orden en ese tiempo que se hace eterno. Y procurar que estos sean más o menos agradables, intentar que se encuentren más cerca del extremo positivo, puede ser cuestión de muy poco.

Es este, el de dar a elegir el menú a los pacientes, un detalle que desconocía, y me pareció una idea maravillosa. Una forma excelente de conseguir que el ratito de la comida sea más agradable para quienes por desgracia están ya tan carentes y necesitados de ellos. Pero a veces la diferencia significativa para que una buena intención cumpla su objetivo, está en el cómo.

Y en cómos, Eloísa tiene un máster.


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